La Argentina sufre de «espiritupatía», enfermedad del espíritu que se extiende a la civilización entera.
7 agosto 2022
Entrevista al Dr. Luis Chiozza publicada por Radio Uno, Mendoza.
El doctor Luis Chiozza es un ejemplo de vida y de ejercicio de una profesión que cultiva desde su graduación en 1955.
Próximo a cumplir 92 años sigue demostrando una incombustible pasión por aprender, por discutir y replantearse ideas, por dialogar atentamente con sus interlocutores poniéndose, dentro de lo posible, en su lugar.
Su vasto y rico currículum incluye, por ejemplo, el Premio Konex en Psicoanálisis de 1996.
Su nuevo libro, Soñar y decir también es hacer, es un reservorio de mucha de las meditaciones que han ido jalonando su carrera. Lo hace sin ninguna concesión facilista, ni siquiera con su propia disciplina. Reconoce los diversos y notables avances de la medicina, pero indica, al mismo tiempo, que “el daño causado por el ejercicio médico (iatrogenia) figura entre las tres primeras causas de muerte”.
Lo cual, en otro apartado, le inspira este reclamo: “Necesitamos recuperar, en el desempeño de nuestra profesión, por lo menos una parte de la autenticidad perdida”.
Según Chiozza, la Argentina padece de “espiritupatía”, un original enfoque que desarrolla a lo largo de esta entrevista con el programa La Conversación de Radio Nihuil.
-Doctor, su libro Soñar y decir también es hacer se compone de capítulos breves. Son ciento veinte ideas fuerza, ¿no?
-Bueno, sí. Son las cosas que a uno le van sugiriendo los pormenores cotidianos, las cosas con las cuales uno se enfrenta todos los días.
-¿Cómo hace alguien como usted, que es psicoterapeuta y se dedica al análisis, para enfrentar, diariamente, sus propios dilemas personales, los de la gente que lo rodea y, a su vez, los de sus pacientes?
-Esa es una condición imprescindible más que un inconveniente, porque uno solo puede comprender a un paciente cuando encuentra algo similar dentro de uno. Nosotros, los seres humanos, nos comprendemos entre sí porque nos suceden cosas parecidas.
-Ahora bien, si llega un paciente y la cuenta una situación muy tremenda o angustiante, ¿no lo termina afectando a usted también en lo más íntimo?
-Si no lo puede procesar, sí. Justamente, para seguir ayudando al paciente tengo que elaborar eso que en la jerga técnica se llama contratransferencia, para poder superar el momento junto con él.
-¿Los psicoanalistas se psicoanalizan, a su vez, para poder manejar todo esto?
-No solo se psicoanalizan durante el periodo de su formación. Se continúan psicoanalizando siempre, porque siempre el encuentro con el paciente moviliza cosas en el psicoanalista que este tiene que procesar.
-¿Cómo es en la primera etapa?
-En el periodo de formación, el psicoanalista se va conociendo en sus propias cosas reprimidas. Pero, cuando termina esta etapa formal, la formación sigue mientras el psicoanalista trabaje porque, al enfrentarse al paciente, pueden ocurrir dos cosas: que uno comprenda lo que le sucede al paciente o que quede intrigado porque no logra comprenderlo. Y esto último sucede cuando también el analista tiene que procesar algo que no ha terminado de resolver en su vida.
-¿Y a usted le ha pasado encontrarse frente a un laberinto muy complejo, algo así como el laberinto del Fauno, donde le resultó imposible ingresar?
-Afortunadamente me pasa todos los días porque, si no, el trabajo psicoanalítico sería muy aburrido; sería un volver siempre sobre lo mismo. Evidentemente, cada paciente siempre tocará un punto que uno necesita resolver, comprender mejor. Esto le pone al tratamiento una intriga que hace del trabajo algo vivo y no algo rutinario y aburrido.
-Ahora bien, usted que es un hombre culto, leído y reflexivo…
-Esto que usted dice es muy interesante. La cultura es muy importante en todo lo que tiene que ver con el intelecto. Desde el punto de vista intelectual no es lo mismo analizar a un arquitecto que a un albañil.
-¿Dónde está la diferencia en este punto?
-Cuando uno lo que procesa son los sentimientos, se encuentra con que el corazón del albañil no difiere del corazón del arquitecto. Entonces, esa distancia intelectual desaparece y uno puede analizar con el mismo atractivo, con la misma experiencia conmovedora, tanto a un operario metalúrgico como a un empresario que lleva adelante una industria.
-Siendo simplistas, ¿qué es más difícil de analizar? ¿Un albañil o un filósofo, que a lo mejor tiene una mente muchísimo más intrincada?
-Ahí hay dos asuntos a considerar. El primero, es que hay dos tipos de personas. Los filósofos, los poetas, los artistas, tienen el hábito de la introspección. Y hay otros, que no solamente son los mecánicos sino también los ejecutivos, los hombres de acción, que no tienen esa tendencia a la introspección. De todas maneras, ambos casos son posibles de analizar. Y, encima, tienen su propio atractivo. Ese es un aspecto de la cuestión.
–¿Y el otro aspecto?
-Segundo, cuando el análisis se convierte en un proceso intelectual, las explicaciones que hace un analista van a ser mejor comprendidas por el arquitecto que por el albañil. Pero uno, cuando lo que interpreta son las emociones, ahí no hay diferencia entre ambos.
-Usted señala, a lo largo de su libro, que estamos conformados por tres elementos, tres órganos: el corazón, el hígado y el cerebro.
-Así es.
-Por eso, en cada persona seguramente van predominando algunos de esos componentes sobre otros.
-También es cierto. En realidad, en cada uno de nosotros las tres patas de ese trípode no tienen la misma longitud. Algunas personas tienen más hígado y cerebro que corazón. Se suele hablar de la gente fría. Otras tienen más hígado y corazón que cerebro. Se suele hablar del sujeto que no logra resolver bien su vida cotidianamente. Y otros tienen más corazón y cerebro que hígado. Ese es el joven que no logra enderezar su vida porque es apasionado e inteligente, pero, llamémoslo rápidamente, es insensato.
-Ahora bien, cuando pasan los años, ¿va variando la ecuación? ¿Uno se va volviendo más cerebral y menos pasional, casi por una cuestión vital?
-Lo interesante de lo que usted plantea es que, parecería ser, según se está estudiando, que, con el transcurso de los años, en la vejez se comunica mejor el cerebro derecho con el izquierdo y hay una mayor armonía en ese tipo de enfrentamientos de las dificultades de la vida.
-Muy singular descubrimiento porque uno tiende a creer que, con el paso del tiempo, todo va en contra y no hay nada a favor.
-Y no. No es así. En algunas cosas envejece y en otras no. Hay cualidades que no se pierden con la vejez; al contrario, se potencian. Por eso cada edad tiene lo suyo.
-Es muy sorprendente, hablando de esto, la energía y la lucidez que demuestra usted a esta altura de su vida. ¿Cuál es el secreto?
-La respuesta es muy sencilla. Así como un deportista puede jugar al tenis hasta los ochenta años o más porque no nunca dejó de practicarlo, las cosas que se usan, en general, se mantienen en forma. Lo mismo pasa con el intelecto.
-¡Qué bien!
-Creo que fue Savater el que contaba: “Todo el mundo me dice tienes que caminar, pero no conozco a nadie que le diga a un deportista tienes que leer”.
-(Risas) Mire qué coincidencia. En abril tuvimos, justamente, una preciosa charla, en este programa, con don Fernando Savater. Por otra parte, muchos aconsejan, para mover el cerebro, hacer crucigramas, estudiar otro idioma, etcétera. ¿Hay alguna fórmula eficaz?
-Mire, para mover el cerebro la cuestión es pensar. Y pensar sobre las cosas auténticas, no pensar para defenderse y para llegar a una conclusión que uno ya tiene preparada a priori y después razona nada más que para llegar al punto donde quería llegar. Para eso el psicoanálisis tiene una palabra: la diferencia entre razonar y racionalizar.
-¿Qué los distingue?
-Racionalizar es darle una apariencia de razonamiento a algo que ya, a priori, se sabía adónde uno iba a llegar. Pensar, en cambio, es abrirse a lo que surja del pensamiento. Y, en ese sentido, hay que cumplir con dos condiciones: pensar cómo se vive para vivir de acuerdo a lo que el pensamiento nos revela.
-Además de pensar, de mantener el cerebro activo, ¿hay que acompañar esto con una mejor calidad de vida, desde la alimentación al ejercicio físico?
-Sí, pero hay que cuidarse de no incurrir en un defecto que se ve mucho en esta época, que es la búsqueda insalubre de una salud perfecta.
-O la búsqueda de la eterna juventud, ¿no?
-Sí. Esa es otra fantasía completamente descaminada porque, como le dije antes, cada edad tiene lo suyo. Tenemos que vivir la edad que nos corresponde.
-Usted está hablando de la enfermedad de las personas, pero esto puede ser también una cuestión social, ¿verdad?
-¡Ah, por supuesto!
-¿Entonces, podría considerar que la sociedad argentina padece algún grado de enfermedad, desde el punto de vista del psicoanálisis?
-Estoy seguro de que sí, pero no lo limito a la sociedad argentina. Estoy convencido de que en la época que estamos viviendo padecemos una enfermedad colectiva que tiene un nombre preciso. Es la enfermedad de un espíritu de la época. O sea, es una espiritupatía. Y, en ese sentido, no creo que eso suceda solamente en la Argentina.
-Es más general, ¿no?
-En la Argentina pasan cosas, llamémoslas, típicas, y en otros países también. Creo que la civilización en su conjunto pasa por esos períodos en donde se va haciendo consciente una enfermedad.
-Claro, se impone una mirada más amplia.
-Nosotros los argentinos tenemos problemas graves. Pero piense usted lo que ha sido la Segunda Guerra Mundial o, aun hoy, la guerra que está ocurriendo en Ucrania, por ejemplo. ¡Cosas terribles! Entonces, no consideremos los argentinos como que estamos en el fondo del pozo solamente nosotros. Esta espiritupatía colectiva yo creo que es una enfermedad de la civilización entera. En todas las épocas ha sido así. Y podemos decir, sin temor a equivocarnos, que, pese a esto, la civilización humana ha progresado; y que hay cosas que antes se hacían y que hoy no se hacen.
-¿Cómo qué?
-No digo que hoy no haya grandes desgracias sociales. A lo mejor ahora cometemos errores groseros, pero no tienen las características crueles, casi patológicamente deliberadas, como ocurrió, por ejemplo, durante años cuando se vendían los hombres como esclavos. Ya no existe la flagrante crueldad de la esclavitud como en otras épocas.
-El término espiritupatía es muy novedoso. ¿Por qué no nos lo precisa, desde su punto de vista?
-“Patía” es padecer. Pathos. Y significa padecer una enfermedad del espíritu.
-¿Y cómo se cura eso?
-Las cosas demandan un tiempo. Desgraciadamente lo que es necesario construir en un año no se puede hacer en una semana. Y, bueno, el psicoanálisis es un recurso magnífico, pero todavía muy poco desarrollado en lo que respecta a su influencia en las sociedades. Por otro lado, se ha difundido con tanta velocidad, que lamentablemente esto contribuyó para que lo que más abunde sea un psicoanálisis banal, completamente distorsionado, que inclusive desprestigia al psicoanálisis en vez de prestigiarlo.
-En cuanto a la influencia sobre la sociedad, ¿no es una gran competencia del psicoanálisis la moda de la autoayuda?
Pero la autoayuda es un recurso muy pobre. Es como querer sacarse de un pozo tirándose de los pelos, ¿no?
-Esto nos plantea otra inquietud. Si cualquiera de nosotros tiene un problema por resolver, va, lo consulta a usted y empieza un tratamiento. Pero ¿cómo sienta en el diván a un país o al mundo? ¿Cómo les solucionamos la espiritupatía?
-En primer lugar, el mundo no necesita un diván. Lo que necesita es darse cuenta de que tiene que probar de otra manera, porque de la manera que lo está haciendo no le está dando resultado. Y, desgraciadamente, a veces la inteligencia alcanza para perfeccionar la maldad, pero no alcanza para comprender que la maldad ni siquiera le sirve al malo. Porque el malo es víctima de su misma maldad.
-¿Y en cuánto contribuyen las redes a la espiritupatía?
-Las redes son como la electricidad. Hay quien la usa para iluminar y hay quien la usa para electrocutar. Con todo pasa lo mismo. Pasó con la televisión, ahora pasa con las redes. El mismo instrumento maravilloso que son las redes o los celulares, en algunas personas es un beneficio y en otras un gravísimo perjuicio. Depende del uso que se le dé.
-En este libro suyo usted cita a diversos autores, entre ellos a Borges, permanentemente. Pero su preferido es Antonio Porchia, cuya Voces, coincidimos, son algo único.
-No se trata de que sea mi autor preferido. Se trata de que su peculiar manera de escribir se mete en el alma de una manera tan diferente que es incomparable.
-¿A qué edad lo empezó a leer y qué lo enamoró de Porchia?
-Lo conocí personalmente, cuando era un jovencito, en la sociedad Impulso de La Boca. Pero tuve con él un contacto muy breve. Un amigo mío, mayor que yo, estaba maravillado con Porchia. Siempre me hablaba de él.
-¿Y con usted qué pasaba?
-En aquel entonces yo no lo comprendía. No me parecía tan genial. Solo con los años empecé a darme cuenta de lo que Porchia era. Y, en realidad, no se termina nunca de aprender con él.
-¿A Borges lo conoció?
-Sí, lo conocí. Alguna vez estuvimos en una misma mesa redonda. Borges también era una persona excepcionalmente profunda.
-Usted recurre a un pasaje precioso de Borges titulado “Borges y yo”. Allí este dice que ese “otro” llamado Borges se apodera, sin interrupciones, de todo lo que hace. ¿A usted también le pasa? ¿Cuándo se mira al espejo, ve a Luis Chiozza o a algún otro?
-¿Cómo le podría decir? Fecundado por Borges, y dado lo que usted me está preguntando, diría que me pasa eso mismo. Es decir, hay un Chiozza en mi intimidad y otro Chiozza que es el que ustedes conocen, que se va chupando al Chiozza que soy (risas).
-¿Y cuál de los dos es mejor, usted que conoce a ambos más que nosotros?
-Y… mire… ¿qué le podría decir? El que está más cerca de mi corazón es el original. Ese que continuamente es succionado por el otro.
-Nos escucha Gabriel Fidel, hoy vicerrector de la UNCuyo. Dice: “¡Qué gran entrevista! Grandes reflexiones para un momento tan complejo de la humanidad y de la Argentina”.
-Sí. Es así. Es un momento muy complejo. Por suerte hemos descubierto lo que es la complejidad y lo inadecuado que es tratar de intervenir en la complejidad como si uno supiera cómo.
-Un médico amigo, Richard Diumenjo, muy buen lector y amigo de escritores como Santiago Kovadloff, estaba muy interesado en esta entrevista porque en la Facultad de Medicina enseña la relación entre el médico y el paciente, o sea, el “padeciente”. Usted también se ocupa de esta necesidad de humanizar la profesión en su libro.
-Realmente, lo que está ocurriendo hoy es un desastre.
-¿Por qué?
-Se lo resumo en dos palabras. En primer lugar, el médico cada vez toca menos al paciente. Lo ve a dos metros de distancia. Mira la historia en la computadora. Ese es el primer desastre.
-¿Y el otro?
-El otro es que a usted no lo atiende dos veces el mismo médico. Usted va, el médico que le toca abre la computadora, ve su historia, le dice que tiene que seguir con tal medicamento y ahí se terminó todo. Y el médico, que a usted, la vez anterior, le había caído simpático y al cual le había contado algo, ahora ya ni lo ve ni sabe dónde está. Pero eso está pasando con todo.
-Sí. Nos hemos ido desligando unos de otros.
-Antes, si necesitábamos un automóvil con alguien que nos llevara, sea taxi, remis o lo que fuera, podíamos llamar a un fulano al que le conocíamos el nombre. Hoy en día llamamos a una empresa y el conductor es anónimo. Y él mismo también se siente un ente anónimo, completamente transformado en un autómata que no puede establecer relaciones cordiales con los pasajeros, como, justamente, me contó anoche uno de esos conductores.
-Es que, hoy, como está armada la cosa, uno conoce a un médico que le cae bien, pero, luego, vuelve a pedir un turno con él y se lo dan para dentro de tres meses. No hay posibilidad de extender la relación.
-Para peor, con esto de la medicina online, ni siquiera dentro de dos meses lo va a ver. Pero antes el médico conocía a toda su familia.
-Exacto. El viejo médico de familia. No existe más esa figura, ¿no?
-Ni siquiera existe el médico de cabecera. El último médico que nació, lo hizo casi como si fuera un tumor. Es el médico derivólogo. Lo primero que hace ese médico es derivarlo y sacárselo de encima. Entonces usted va y el médico le dice: “Esto no es para mí. Vaya a ver a un neumonólogo”.
-Claro, los especialistas ahora se van dividiendo por cada partecita del cuerpo.
-Sí, pero yo me refería a la tendencia a sacarse al paciente de encima lo más rápido posible.
-Doctor, tenemos muchas cosas para hablar, pero debemos cerrar la entrevista por cuestiones de tiempo.
-Pero es bueno que tengamos muchas cosas para hablar porque la vida sigue, ¿vio?
-Sin duda. Vamos, como corolario, puesto que nuestro programa honra el libro y la lectura, a otro capítulo suyo, el 110. Allí atribuye las carencias del lenguaje que culminan en la juventud y empobrecen el pensamiento de tantas personas, entre otras cosas, a la sustitución del libro por la vertiginosa y superficial omnipresencia de las pantallas.
-Sí. Desgraciadamente, hoy se lee menos. Y no es la mismo la pantalla, la vertiginosidad de la pantalla que muestra dos noticias al mismo tiempo, que la relación amigable con el libro.