DISCURSO INAGURAL DEL CICLO LECTIVO 2018 DE LA ESCUELA DE PSICOANÁLISIS

Hoy damos comienzo, una vez más, a un nuevo ciclo de nuestra Escuela de Psicoanálisis. Es habitual comenzar dándole la bienvenida a los nuevos alumnos. Lamento decir que eso no será necesario esta vez ya que no se han incorporado alumnos nuevos. Si se tratara de un hecho aislado quizás no habría motivos para inquietarse demasiado; sin embargo, si recuerdan las palabras con las que inauguré el ciclo anterior, verán que algo de esto ya se hallaba prefigurado en aquella circunstancia. Por este motivo creo que sería oportuno ocupar este pequeño espacio para acercar algunas reflexiones al respecto; reflexionar sobre esta circunstancia tratado de evitar la tentación de incurrir en lecturas maníacas, melancólicas o paranoicas.

Una lectura lo suficientemente general —como para que no resulte errada— y lo suficientemente cruda —como para que no resulte defensiva— es que el entorno no está entusiasmado con lo que nosotros hacemos. Obviamente esto no ha sido siempre así. No es fácil decir cómo y por qué las cosas llegaron a este punto; pero seguramente habrá más de un motivo. El entorno tendrá su parte de responsabilidad y nosotros la nuestra. Como en toda convivencia, la responsabilidad es siempre compartida; eso es innegable. Sin embargo, vale recordar que somos nosotros —y no el entorno— los que deseamos cambiar esta situación; sería ilusorio, entonces, sentarnos a esperar que el entorno haga primero su parte, para luego hacer nosotros la nuestra. Si el deseo de que las cosas cambien es nuestro, debemos asumir la responsabilidad por ese deseo.

Como ustedes saben, asumir la responsabilidad no significa tener la culpa, sino hacerse responsable. Responder ante esa situación que queremos cambiar, cambiando nosotros; intentar acciones nuevas, adoptar actitudes distintas. El entorno no puede entusiasmarse con el psicoanálisis y valorarlo si no lo conoce; seguramente no estamos logrando transmitir el valor que nosotros le damos. Por este motivo, como habrán visto, hemos decidido hacer este año más conferencias abiertas al público. Pero eso solo no basta.

Para lograr un actuar eficaz debemos tratar de comprender mejor qué es lo que está sucediendo. Comprender mejor, por ejemplo, cómo es ese entorno que queremos modificar; comprender mejor, también, en qué tenemos que cambiar nosotros.

Comencemos por preguntarnos cómo son los sujetos a los cuales nuestra Escuela de Psicoanálisis está dirigida. Básicamente médicos, psicólogos y estudiantes de alguna de esas carreras, ya que ellos tienen (o tendrán) el título habilitante necesario para ejercer la psicoterapia. De ser posible, jóvenes; en parte porque la formación psicoanalítica lleva mucho tiempo, y en parte también porque para adquirir la formación psicoanalítica se requiere de una cierta flexibilidad que es más frecuente en la juventud.

Como sabemos el desarrollo tecnológico tienen un crecimiento exponencial, es decir cada vez más acelerado. Este desarrollo no solo cambia el mundo que nos rodea; cambia también nuestra cultura, nuestra manera de pensar y de ver las cosas. En virtud de ese desarrollo tecnológico, por ejemplo, la medicina de hoy es muy distinta a la medicina de ayer. El notable enriquecimiento que la tecnología aportó a la medicina implicó una pérdida, parejamente notable, en cuanto a la relación médico-paciente. La medicina ha emprendido un camino acelerado que la aleja de las Ciencias Humanas para aproximarla a las Ciencias Exactas.

Por lo tanto aquellos que hoy se sienten atraídos por la medicina son el tipo de personas que, años atrás, hubieran estudiado Biología o Bioquímica; personas a las que les interesa más el cuerpo que el paciente; que prefieren la técnica manual a la palabra. La imagen del médico que hoy tiene más glamour es la del cirujano en su quirófano moviéndose como un astronauta en su nave espacial. La imagen del médico de mutual o el médico de domicilios, siempre apurado, intentando evacuar la consulta con una receta, tratando de ver la mayor cantidad de pacientes en el menor tiempo posible, no resulta atractiva. El médico de antaño; aquel que había visto nacer y crecer a sus pacientes, aquel capaz de escuchar y dar consejos sobre asuntos del alma, es algo hoy prácticamente extinguido. Y si no se lo ha visto, es difícil que se lo pueda desear.

El consenso de nuestros días ha terminado por creer que la «medicina científica» es la única capaz de derrotar a la muerte —lo que más tememos— prolongando más y más la vida —entendida esta como el buen funcionamiento del cuerpo—. La Salud es hoy la salud del cuerpo, y en esa materia la medicina científica es la que posee la última palabra. Esto deja poco espacio para la psicología, que no ha podido nutrirse del desarrollo tecnológico. Así, la psicología ha quedado relegada a un papel secundario, a ocuparse de cuestiones menores, aquellas que como no se las puede ver ni tocar, carecen de peso a la hora de hablar de salud.

De modo que los jóvenes que hoy sienten interés por la psicología, es poco probable que se sientan inclinados a disputarle al médico su autoridad en lo que se refiere a la salud de sus pacientes. Nada más lejos del espíritu que anima las enseñanzas que buscamos impartir en nuestra Escuela.

A este panorama poco alentador se suma lo que con buen criterio ha señalado Nicholas Carr en su libro Superficiales. Los jóvenes de hoy, forjados en la cultura de las pantallas, están habituados a establecer vínculos superficiales con las cosas, con las ideas y con las personas. Adoran las cosas que la tecnología puede hacer pero no tienen interés en averiguar cómo las hacen. Los que se interesan en esas cosas son tachados de nerds. La tecnología los habitúa a recibir las cosas de manera inmediata y por lo tanto solo pueden captar lo superficial. Son, por lo tanto, poco aptos para captar lo profundo de una idea; poco pacientes para desarrollar una pericia; poco capaces para establecer vínculos profundos y prolongados, poco constantes para mantener la permanencia que requieren las cosas cuya cosecha se da a largo plazo.

A estos jóvenes, médicos y psicólogos, tenemos que entusiasmar; a ellos tenemos que mostrarles lo que hacemos… algo que probablemente, ni siquiera se les haya ocurrido que existe. La esencia de lo que sucede en una sesión de psicoanálisis, entre paciente y analista, no es susceptible de mostrarse en una pantalla, por ejemplo, en una serie de Netflix. Los buenos ejemplos de terapeutas en las ficciones son contados; y en todos los casos, lo que se muestra es una suerte de “condensado” que, a quienes hemos visto la psicoterapia desde adentro, nos resulta una adulteración demasiado ficticia. Oscar Adler hablaba de Ciencia Ocultas para referirse a disciplinas como el psicoanálisis que no pueden captarse a través de la mirada; solo pueden conocerse desde adentro, en un arduo y prolongado viaje interior.

Sé que el panorama que estoy pintando resulta bastante desalentador. Espero que no lo tomen como una queja melancólica o como un reproche paranoico. Que sea difícil no significa que sea imposible. Como saben, prefiero ver en la dificultad el estímulo necesario que nos indica dónde mejorar. Pero debo reconocer que al pintar ese panorama perseguía una intención oculta: He querido mostrarles a través de ese entorno que describo lo que creo que nos está pasando a nosotros mismos; aquello que, según creo, debemos cambiar.

Nosotros convivimos con ese entorno que describía recién. Si en esa convivencia no estamos logrando influir sobre ellos, contagiándoles nuestro entusiasmo por el psicoanálisis, entonces ellos están influyendo sobre nosotros, contagiándonos su descreimiento; su falta de interés. Es sabido que en toda convivencia siempre se nivela para abajo, sencillamente porque bajar es más fácil que subir.

De modo que, según creo, en lugar de contagiarlos a ellos nos hemos contagiado de ellos. Vamos perdiendo el entusiasmo porque las cosas son difíciles, porque sentimos que no nos están dando resultados tangibles, materiales, inmediatos. Nos parece que no tenemos suficientes pacientes, que no tenemos suficientes alumnos, que no ganamos suficiente dinero… Ante la falta de los resultados que esperábamos nos cuestionamos nuestro quehacer; ¿para qué sirve estudiar, escribir, investigar, analizarse, supervisar? Poco a poco nos vamos desmoralizando; quien más, quien menos.

Para contagiar a otros con nuestro entusiasmo es necesario hacer una sístole que desparrame nuestro interés a los que nos rodean. Pero no podemos hacerlo si carecemos de suficiente interés. Primero debemos recuperar el entusiasmo. Seguramente no será sencillo de lograr y no pretendo ofrecer la solución en estas breves palabras.

Pero sí creo que será un poco más fácil si lo hacemos todos juntos, ayudándonos unos a otros en una suerte de diástole. Creo que necesitamos estar más tiempo juntos haciendo actividades que nos «activen»; conversar más, intercambiar ideas, compartir lecturas, reunirnos a estudiar. Pedir ayuda a nuestros compañeros y brindar ayuda al que veamos flaquear. Quizás no sea tan difícil desentumecer un poco la curiosidad, porque no tengo dudas de que todos nosotros hemos experimentado más de una vez ese entusiasmo.

Es lógico sentirse desalentado cuando el entorno no se interesa por lo que hacemos y no lo valora. Porque en ese entorno están muchas de las personas que nos importan; también porque nuestro consultorio depende de ese entono. La falta de reconocimiento es algo que duele y desmoraliza. Pero conviene recordar que la búsqueda de reconocimiento no es el único motivo de nuestro obrar… ni tampoco el mejor. No hemos elegido esta profesión buscando reconocimiento sino guiados por otros motivos más profundos y genuinos.

Si logramos recuperar el interés y la curiosidad por nuestra profesión, el reconocimiento no será un factor tan importante. Si se recibe, bien; y si no, también. Si con el entusiasmo logramos tener más pacientes o más alumnos, mejor; en caso contrario, al menos tendremos el entusiasmo. Eso es ya una bendición. Si logramos estar a gusto con lo que hacemos, ya tendremos mucho. Tendremos ganas de hacer lo que hacemos; y el que tiene ganas de hacer, tiene ganas de vivir. Eso hace que la vida valga la pena.

Así como la curiosidad no está atada a fines prácticos, el interés por el psicoanálisis no tiene por qué estar supeditado a si podemos o no ganarnos nuestro sustento con el psicoanálisis. Estoy seguro que el amor sano por la profesión es como el amor sano por los hijos: Es un amor que uno simplemente da. No para recibir algo a cambio; sino justamente porque lo que se necesita es dar.

Muchas Gracias
Dr. Gustavo Chiozza

Top