Entrevista realizada al Dr. Chiozza para la Fundación Dpt

1.- ¿Cuáles son, a su juicio, los factores que explican la creciente afluencia de personas a las denominadas “medicinas no convencionales”?

Ante todo me parece muy adecuado hablar de medicina convencional, para referirnos a la medicina que el consenso avala y que, en algunas épocas más que en otras, puede llegar a ejercerse sin incorporar recursos y métodos valiosos que a veces suelen demorar muchos años en adquirir consenso. Así sucedió en los tiempos de Pasteur con la asepsia, y así sucede hoy con la introducción del sujeto en la patología médica.

Podríamos presumir que uno de los factores que explican la gran afluencia de personas que hoy recurren a las medicinas no convencionales reside en que no suele prestarse suficiente atención a que los enfermos son “objetos” que contienen un sujeto. El proceso patológico no es sólo una enfermedad “de algo” sino, y en primer lugar, una enfermedad “de alguien”.

El fundamento conceptual de la práctica médica que actualmente predomina en occidente surge de un modelo mecanicista que considera que la mente es una propiedad emergente en los organismos cerebrados. Se desatiende, entonces, que la existencia anímica se manifiesta primariamente en la intencionalidad y automovilidad que (aceptada, en general, bajo la forma ambigua que denominamos instinto) “anima” a todos y a cada uno de los seres vivos.

Ese modelo mecanicista privilegia el hecho de que los fenómenos son efectos producidos por causas y prefiere ignorar que, al mismo tiempo, pueden ser interpretados, por su significado, como la manifestación de una conducta que, en su mayor parte inconsciente, se dirige hacia un fin que funciona como un “atractivo”.

La visión unilateral de la enfermedad, como si únicamente fuera la descompostura de un mecanismo fisiológico relacionada con una alteración fisicoquímica (desestimando el hecho de que constituye una realidad muy compleja en la cual pocas veces predomina una definida causalidad lineal) sesga tanto la práctica terapéutica como la profilaxis, y conduce muy frecuentemente a un daño iatrogénico, como producto de una insistencia simplificadora que no presta suficiente atención a otros factores.

Se explica, de este modo, que la iatrogenia (que se diferencia claramente de la denominada malapráxis médica, dado que designa al perjuicio originado por una medicina consensualmente correcta) se haya constituido en los EE.UU. (según estadísticas realizadas y publicadas en ese país, que pueden consultarse en Internet) en una de las principales causas de muerte.

El creciente mecanicismo suele hoy conducir a que la persona enferma (frente a la desaparición del médico de cabecera) sea atendida por distintos especialistas que, con frecuencia, el mismo paciente decide consultar. También es frecuente, entonces, que cada uno de los especialistas prescriba medicamentos y tratamientos supuestamente “parciales” sin que los otros profesionales se enteren.

Muchos de esos medicamentos ejercen una influencia compleja que muchas veces se subestima, y que se manifiesta en una amplia gama de efectos entre los cuales actúan, con mayor o menor intensidad, aquellos que -por ser indeseados- se denominan secundarios, y frente a los cuales suele ser necesario utilizar otros fármacos para intentar aliviarlos.

Dentro de ese panorama nada tiene de extraño que las personas que han transitado diversas instancias diagnósticas y terapéuticas de la medicina convencional sin haberse sentido suficientemente escuchadas, miradas o comprendidas en “cuerpo y alma” por un médico que muchas veces se limita a contemplar los exámenes complementarios “sin tocar” al paciente, recurran -cada vez más- a orientaciones de la medicina que no son convencionales.

2.- ¿Podría reseñar su experiencia personal como médico, asociada a su orientación psicoanalítica a mediados de la década de 1950?

En esa época me desempeñaba simultáneamente en las guardias del Hospital Cosme Argerich y del Hospital Aeronáutico Central como practicante mayor en Servicio de Medicina de Urgencia.

Mi aproximación al psicoanálisis ocurrió desde la clínica médica y, más específicamente, desde la gastroenterología (que ejercía en el Hospital Argerich y en la práctica privada) mientras realizaba mi formación en el instituto de la Asociación Psicoanalítica Argentina.

Puedo decir que fueron los mismos enfermos, en su necesidad de ser comprendidos en la totalidad de sus crisis vitales, quienes me orientaron inequívocamente en esa dirección.

Aunque todavía predomina en el consenso la idea de que todo lo que puede considerarse psíquico puede contemplarse como un producto del funcionamiento cerebral, ya en aquel entonces pensábamos de un modo que hoy comienza a despertar una creciente atención entre los neurocientíficos: Las emociones (que se modulan en una parte del cerebro) se expresan, y surgen, “desde las vísceras”, inseparablemente unidas a las funciones de los distintos órganos. Lo afectivo impregna, de este modo, al organismo entero.

No puede decirse, entonces, que hay enfermedades que “sólo son” del cuerpo, y otras en las cuales participa el alma. La percepción (sensorial) “objetiva” incide en el significado (afectivo) “subjetivo” que se asigna a lo percibido, pero también es cierto que el significado condiciona a priori, el qué y el cómo se percibe o se siente.

Cuando se trata de enfermedades que pueden alterar gravemente la estructura material y las funciones del cuerpo, por ejemplo, el cáncer, es necesario distinguir entre una psicoterapia que se propone lidiar únicamente con las consecuencias psíquicas (patoneurosis) de la alteración estructural y otra, muy diferente, cuya intención surge de comprender la importancia que ejercen los conflictos del alma en la evolución de la enfermedad.

El creciente reconocimiento de la influencia del estado anímico sobre la eficacia en el funcionamiento del sistema inmunitario, y del papel que la inmunidad representa en la evolución de una alteración estructural, ha contribuido a valorar mejor las posibilidades “terapéuticas” de la psicoterapia en las enfermedades que alteran la forma y las funciones de los órganos.

Es necesario subrayar, enfáticamente, que las posibilidades de la psicoterapia tienen un alcance mucho mayor que el que surge de afirmar que en la eclosión y el decurso de un enfermedad participa un “factor psíquico” bajo la forma de disgustos, de “traumas” o de “estrés”.

No sólo sucede que tales “factores” son demasiado inespecíficos, ya que se les atribuyen patologías muy diversas, sin distinguir entre una dermatitis y un infarto de miocardio. Sucede además que se los concibe operando (como un factor más) dentro de una relación de causa-efecto, en lugar de comprender que lo psíquico define a la enfermedad (por su significado y su significancia) como una forma de lenguaje motivado por una intención. Es necesario no confundir los significados con las causas. Los seres humanos vivimos cotidianamente en un rico y polifacético mundo de significación, un mundo semántico sin el cual nuestra vida carecería, precisamente, de lo que denominamos “sentido”.

Tal como lo señalamos en “¿Por qué enfermamos?: La historia que se oculta en el cuerpo” el enfermo es siempre un ser vivo animado por una vida subjetiva, y su enfermedad, más allá de que se la comprenda o no como un mecanismo descompuesto, forma parte de la trama que constituye la historia de su vida.

La indagación adecuada descubre una y otra vez que un hombre enferma porque oculta una historia que no puede soportar y que su enfermedad representa, de un modo inconsciente, el intento de modificar el significado de esa historia.

No se trata, sin embargo, de la clase de historia por la cual, habitualmente, pregunta el médico para obtener los datos de un estado que denomina actual, e inferir, desde allí, las características de un estado anterior y las posibilidades de un estado futuro. La historia clínica habitual es, en sentido amplio, fundamentalmente cronológica: una sucesión de hechos que permiten concebir e interpretar la evolución de un proceso en el cual se postula una causa antecedente y un efecto consecuente.

No cabe duda de que la historia clínica convencional es valiosa, pero en el psicoanálisis nos encontramos, además, con otro tipo de historia cuyo significado esencial no emerge necesariamente de qué es lo que ocurrió primero y qué es lo que ocurrió después.

Se trata de una historia que no penetra en la conciencia como historia, sino como drama actual, porque está viva en cada acto y ocurre en un presente eterno. Una historia que, como en el “erase una vez” (“once upon a time”) puede narrarse en cualquier tiempo y lugar, porque se repite siempre de nuevo, como si fuera nueva, en donde todo ocurre en “una” vez, que es “la primera” sólo porque la conciencia olvida lo que la memoria “sabe”, que “esta vez” es, “otra vez”, la misma.

Se despierta de este modo la imagen de un tiempo circular, no tanto por la idea de que existe un perpetuo retorno, sino por el hecho, conmovedor, de que en este tipo de historia es imposible saber “quién empezó”, y el efecto puede ser interpretado como la causa de su propia causa.

Pueden escribirse, pues, dos historias clínicas distintas del suceso que motiva una consulta médica. Una de ellas, interpretándolo como un estado actual que proviene de causas pretéritas, describirá los antecedentes cuya concatenación conduce hacia el presente, partiendo de la idea de que el orden cronológico otorga, o niega, la posibilidad de una influencia. La otra, interpretándolo como el signo que expresa, en un lenguaje críptico, un drama que el enfermo se oculta a sí mismo, compondrá la trama de una historia que integra a ese episodio, aparentemente accidental, en la coherencia de un sentido que recorre al conjunto entero de una biografía. Se trata, por lo tanto, de un modelo “histórico-lingüístico”.

3.- ¿Cómo se llega a componer esa trama “histórico-lingüística”?

Cuando se relacionan acontecimientos primitivamente inconexos que adquieren una determinada importancia en una unidad de significado, añadimos un elemento esencial, pero sin embargo no logramos, sólo con ello, una historia.

Además de una línea argumental, toda historia contiene, en mayor o menor grado, ese suspenso que llamamos intriga, la cual se deshace cuando la historia culmina y el significado se aclara, pero la disolución de una intriga no sólo marca el final de la historia, es, además, aquello que determina que un relato constituya una historia.

Una historia debe responder siempre a una estructura “típica” imprescindible para tejer una intriga. Tiempo, lugar, escenario, decorados, ropajes y actores, pero sobre todo las circunstancias, a veces insólitas, constituyen la carne que refuerza el interés que despierta una particular historia.

Si prestamos atención a lo que tienen de común las diversas intrigas, descubrimos que todas presentan dos fases, momentos o situaciones que podemos llamar de diferentes maneras. Se trata de polaridades tales como el éxito y el fracaso, el triunfo y la derrota, la heroicidad y la muerte, la ofensa y la venganza, la culpa y el castigo, el júbilo y la congoja. Cualquier vida nos muestra que estas fases, inestables, se suceden alternativamente, pero toda historia culmina y se detiene cuando se deshace la intriga, y toda intriga se constituye alrededor de una cuestión única: ¿cuándo, cómo, dónde, y por qué, se pasará de una fase a la otra?

Cada historia se presenta, en la conciencia del enfermo y en la del observador, como un trastorno corporal distinto. Es decir, las distintas tramas son distintos “temas”, y los modos en que un hombre enferma son tan típicos como los temas que constituyen esas tramas particulares de las historias ocultas en cada una de las distintas enfermedades.

Si podemos comprender su sentido, es precisamente en la medida en que somos capaces de compartir su significado desde nuestras propias experiencias vitales, porque todas ellas integran el enorme repertorio de temáticas -recurrentes y sempiternas- que impregnan la vida de los seres humanos. Se trata de historias tan típicas y universales como los trastornos orgánicos que el enfermo “construye” para enmascararlas.

Decimos también que la historia que un hombre no puede soportar, y que “lo enferma”, es inseparable de su historia “entera”, pero su historia “entera” es inconmensurable y, por esa misma razón, incognoscible.

Las historias conducen unas a otras, interminablemente. Las pequeñas intrigas se combinan, para formar otras grandes, desde el principio hasta el final de una vida, pero, sea cual fuere la historia que podamos construir acerca de un ser humano, ninguna de ellas puede ser la interpretación completa y definitiva del significado de la vida de esa persona.

Debemos enfrentarnos con el hecho incontrovertible de que la vida no cabe en la historia, sino que, por el contrario, permanece siempre abierta a una nueva interpretación. Pero lo que nos propusimos interpretar es el sentido de la enfermedad, no el de la vida entera.

Si comprendemos que una historia no se realiza con los hechos que han “pasado” sino, precisamente, con un significado que “constituye” hechos y los enhebra como las cuentas de un collar, comprendemos también que el único acceso posible a un significado “pretérito” depende de que ese significado perdure en el presente conservando su sentido. De modo que una historia sólo puede relatar aquello que está vivo en el presente, aquello que no ha terminado de ocurrir.

Cuando construimos una historia, atribuimos un tiempo, un lugar y un transcurso a una escena que, haya ocurrido o no tal como la recordamos en nuestro relato, condensa el significado actual (que actúa en el presente) del instante en el cual se construye esa historia.

La historia “verdadera” será, pues, aquella construida, con el rigor de un método, en el proceso mismo de su interpretación, mediante la confluencia, inevitable, de lo interpretado y del intérprete, ya que en la actualidad presente de cada uno de ellos permanece, viva, una parte de la desconocida realidad pretérita.

Por ello es poco importante buscar en los datos de la memoria consciente del paciente, o en nuestra versión de “los hechos”, “lo que realmente aconteció”, porque lo que nos interesa del pasado es lo que está vivo en la actitud y en la manera de vivir el presente. Muy por el contrario, es ese presente “vivo” el que produce la interpretación del pasado que llamamos historia, y es la realidad incontrovertible de esa producción actual lo que asigna a toda historia su valor de verdad.

Cuando renunciamos a la pretensión de una historia definitivamente “verdadera”, podemos comprender que cada una de las historias que nacen en nuestro campo de trabajo, cuando interpretamos el significado inconsciente (el sentido “lingüístico”) de las enfermedades del cuerpo, constituye un valioso fragmento de “la verdad” buscada.

Siempre ocurre que el significado de la historia cambia mientras procuramos comprender, en nuestro diálogo con el enfermo, el significado de su trastorno corporal. Integrar dos significaciones contradictorias, cuya incongruencia se manifiesta como un conflicto que genera sufrimiento, implica siempre trascenderlas en una unidad de sentido distinta y más amplia.

Se trata de encontrar el sentido de una historia que está no más lejos que allí, oculta en el lugar más insólito, y de cuya “verdadera” importancia nos separa la muralla transparente de una resistencia que nos permite contemplar su figura, pero nos impide, a la manera de una sordina, oír lo inteligible de su voz.

4.- ¿Cómo se originó el “estudio patobiográfico” y cómo se diseñó el método?

Se trata de una historia que empezó hace mucho, cuando, siendo un adolescente todavía, la lectura de un ensayo de Maeterlinck (1907) –“La inteligencia de las flores”- me colocó en el camino que conduce a la ruptura epistemológica que devuelve a lo psíquico el lugar igualitario que le corresponde frente a lo somático,

El psicoanálisis interpreta que lo psíquico inconsciente puede comprenderse mejor como el conjunto de las metas y las vicisitudes pulsionales que corresponden al ejercicio de las distintas funciones del cuerpo, que como un producto de la fisiología cerebral. De modo que mi contacto con la obra de Freud, ocurrido diez años más tarde, tuvo el carácter de un reencuentro con las ideas que Maeterlinck había sembrado en mi mente juvenil.

Creo que debemos a ese hecho afortunado, el que nuestra indagación patobiográfica huyera, desde el comienzo mismo, de la idea de psicogénesis, de la búsqueda de un diagnóstico psicopatológico, de la psiquiatría llamada “dinámica” y, sobre todo, de los postulados del paralelismo psicofísico.

Cuando después de varios años en el ejercicio de la práctica psicoanalítica, fundamos en 1967 el Centro de Investigación en Psicoanálisis y Medicina Psicosomática, sentí renacer en mí el viejo anhelo de usar el psicoanálisis en el campo concreto de la asistencia al enfermo somático. Con esa idea comencé a reunirme con el Dr. Enrique Obstfeld para dar forma a la creación de un centro asistencial.

Necesitábamos un método que fuera suficientemente “profundo” como para modificar un trastorno somático y, al mismo tiempo, suficientemente breve como para no “saturar” las posibilidades asistenciales con unos pocos enfermos. También nos interesaba que fuera “tipificado”, de manera que nos diera la posibilidad de compartir la experiencia dentro del grupo de colegas que debían ejercerlo.

Esa fue la tarea que emprendimos con Obstfeld, tratando de resolver, a la vez, los problemas científicos y los administrativos. Entre otros aspectos, era necesario definir la propuesta que se ofrecería al paciente y cómo explicarle un procedimiento basado en premisas que no disponían aún de consenso.

En 1972 fundamos el Centro Weizsaecker de Consulta Médica y creamos el procedimiento que denominamos “estudio patobiográfico”. Se trata de un procedimiento que se dirige a integrar, en el juicio clínico y en los actos diagnósticos y terapéuticos que surgen como producto de una consulta médica, los conocimientos que derivan de una evaluación psicoanalítica solvente y profunda.

El procedimiento incluye un examen clínico centrado en los trastornos físicos que motivan la consulta del paciente. También lo examinan profesionales de las especialidades médicas necesarias para comprender el alcance del trastorno que lo afecta en el cuerpo, y se realiza un ateneo general con la participación de todos los médicos que han visto al enfermo, con la finalidad de llegar a un acuerdo acerca de cuál es la mejor terapéutica.

Resultaba claro que dicho procedimiento sólo podría funcionar con psicoterapeutas bien formados y capaces, y con médicos de las distintas especialidades que no fueran prioritariamente elegidos por su “permeabilidad” a la “psicosomática”, sino por su idoneidad en sus propias disciplinas.

La necesidad de que el procedimiento, que denominamos estudio patobiográfico, fuera “profundo” y “breve” condujo a dos ideas rectoras: (a) la de un equipo que pudiera concentrar sus esfuerzos (muchas “horas-médico” por cada “hora-paciente”), y (b) la idea de una intervención “puntual”, dirigida hacia el cambio de un trastorno concreto.

El nombre “estudio patobiográfico” intentaba significar que la tarea esencial consistía en estudiar al paciente con el objetivo de obtener su patobiografía actual. Utilizamos la palabra “biografía” en su sentido común y corriente, que alude a un escrito que se ocupa de relatar una vida. El hecho de que el resultado de nuestra labor se materialice por escrito responde a la teoría que fundamenta al método.

En cuanto al término “pathos”, los tres significados que condensa se prestan adecuadamente, todos ellos, para lo que queremos transmitir: (a) lo que llamamos patológico, (b) lo que llamamos afecto o pasión, y (c) caracterización del ser humano no sólo por cuanto es, sino que, por el contrario y muy especialmente, por aquello que no es e intenta ser; por aquello de que carece y hacia lo cual se encamina. Este último significado está constituido por categorías que en castellano resumimos en los verbos: querer, poder y deber.

El hombre es un cuerpo físico dotado de historicidad, en la cual reside cuanto en la vida nos importa y nos conmueve. La historicidad pática, que otorga al tiempo su cualidad formada de nostalgias y de anhelos, es la esencia misma de lo que denominamos “psiquis” y es también inherente a la noción misma de tiempo. Por esto podemos decir que el hombre consiste en una intrincada amalgama de historias que se interpenetran, como se entretejen, para formar una trama, los distintos hilos de un retículo.

La patobiografía es, pues, una biografía en la cual se presta una especial atención al encadenamiento, a la sucesión, o a la sustitución, de las múltiples enfermedades, afecciones y trastornos que forman parte de una vida. Pero es además, y sobre todo, el relato escrito de una vida en cuanto tiene de padecimiento y de pasión, y en cuanto alude a lo inacabado de esa vida que se encamina, siempre, de modo inevitable, hacia una meta incumplida.

Nos resta finalmente aclarar que la expresión “patobiografía actual” alude, más que al presente que percibimos frente a nosotros, a lo que actúa en nosotros ahora.

Cuando iniciamos un estudio patobiográfico, la tarea que llamamos anamnesis nos “arroja” una primera patobiografía actual que representa la crisis que motiva la consulta en los términos en que el paciente la procesa mientras responde al cuestionario que -con él- dialogamos.

Más tarde, ayudados por la tarea intermedia que llamamos sinopsis de antecedentes, y por la discusión y elaboración del equipo, re-significamos esa historia para llegar a una temática distinta que representa, a nuestro entender, de una mejor manera, a un significado inconsciente y oculto que trasciende, y al mismo tiempo enriquece, al que había construido el paciente.

Esa “segunda” patobiografía, nuevamente actual, en el doble sentido de que se refiere a la crisis que motiva la consulta y de que inevitablemente actúa desde el momento de su construcción, es el producto que constituye la meta del estudio. Se trata, como hemos dicho, de una re-significación, es decir, de una nueva y distinta significación que surge cuando se destruye la primera, “desarmando” la historia oculta que el paciente transmite, entretejida con antiguos e inconscientes malentendidos e interpretaciones estrechas, para recomponerla de una manera diferente.

Así procuramos ensanchar la magnitud del camino que debe ser recorrido y disminuir el ineludible peaje que se debe pagar, o, para decirlo en las palabras de Freud, intentamos sustituir el sufrimiento neurótico por el sufrimiento que es normal en la vida.

Muchas horas del trabajo “patobiográfico” de un equipo entero empeñado en recorrer la distancia que separa, en el paciente, la intelectualización del auténtico insight, nos permitieron contemplar y reconocer, una y otra vez, la escenificación histórica que re-presenta la significancia actual que constituye la raíz inconsciente de la crisis biográfica.

Ante todo debemos señalar que la aparente simpleza de los jalones que constituyen el “estudio patobiográfico” es engañosa, y que es necesario perseguir con empeño y con rigor metodológico los senderos trazados en la abrupta pendiente que debe remontarse, para poder contemplar, de golpe, y con sorpresa, el valle que se divisa desde su cima.

5.- ¿Cuáles fueron las principales dificultades que debieron afrontar en el desarrollo de este nuevo método? ¿Cuáles fueron las mayores satisfacciones?

Nuestro trabajo con el estudio patobiográfico tropezó, desde el inicio, con una doble dificultad. Por un lado, nuestros colegas psicoanalistas, quienes, contemplando la cuestión desde la psicopatología, o desde el encuadre psicoanalítico clásico, desconfiaban tanto de la psicoterapia breve como de la existencia de fantasías inconscientes específicas de los distintos trastornos orgánicos.

Por el otro, los médicos de nuestro entorno profesional, y también aquellos especialistas que intervenían en la realización de una parte del estudio, que no terminaban de comprender cuál era nuestra posición. Estaban dispuestos a admitir la importancia de los “factores psíquicos” en el curso y en la evolución de la enfermedad, algunas veces también en su génesis, pero interpretaban nuestra búsqueda de un significado inconsciente específico en cualquier trastorno somático como si estuviéramos afirmando que toda enfermedad era el resultado de una causa psíquica. Algunas veces aceptaban nuestra actividad como una extravagancia teórica inocente o inocua; otras, su sinceridad y su preocupación por el enfermo los llevaban a aceptar nuestra labor sólo en la medida en que no influyera sobre su juicio clínico ni interfiriera en el timing o la forma de sus prescripciones.

El hecho de que algunos de los pacientes somáticos graves que nos consultaban no pudieran prescindir de una asistencia médica altamente calificada introducía un nuevo problema, ya que era necesario conservar y preservar el vínculo del paciente con el médico del cual efectivamente dependía su sobrevida.

Tanto en uno como en otro caso, el psicoterapeuta se enfrenta con familiares que, a pesar de su ambivalencia, se encuentran lo suficientemente implicados, por la naturaleza de sus vínculos, como para aceptar ser incluidos, de alguna manera, en el proceso psicoterapéutico.

Los hábitos de pensamiento que forman parte de la medicina consensuada conducían, una y otra vez, a que se nos pidiera un mayor esclarecimiento acerca de lo que en la patobiografía podía considerarse diagnóstico y lo que podía considerarse terapia. Se nos preguntaba también, frecuentemente, en cuál de los cuadros psicopatológicos conocidos y tradicionales clasificábamos al paciente. Tales cuestiones junto con otras hicieron que tropezáramos, desde el comienzo, con todo género de malentendidos.

En la primera época de nuestro trabajo predominaban en nuestra consulta pacientes muy graves, que recurrían a nosotros con la actitud del que -“perdido por perdido”- acepta cualquier terapia que se le proponga, y esto aumentaba nuestras tribulaciones, no sólo por el monto de la angustia que debíamos enfrentar, sino también porque nuestra insuficiente experiencia con el método determinaba que nuestra confianza en el mismo se sustentara primordialmente en nuestra convicción teórica.

Muchos pacientes se sentían defraudados por el hecho de que luego del tiempo y del dinero que invertían en el estudio patobiográfico no se llevaban nada tangible, ni siquiera un informe. Muchas veces sentían que les habíamos dicho casi nada, o algunas de las cosas que sabían de antemano.

En esto, por fortuna, pudimos ser inflexibles y soportar estoicamente críticas y enojos. Si bien las entrevistas finales, en las cuales comunicamos nuestras conclusiones, se realizan sobre la base de cuatro o cinco páginas escritas, son “habladas” y poseen el significado de un acto que se cumple allí y en ese momento.

Sabíamos que sería contraproducente entregar al paciente un informe que pudiera leer o comentar fuera del contexto de esas entrevistas, y aprendimos que debíamos huir de las frases y sentencias que pudieran ser recordadas como se recuerdan las máximas. Nuestro gran problema, en realidad, era otro: qué y cómo hablar acerca de aquello que habíamos comprendido… y que comprendíamos cada día más.

Mirando hoy, retrospectivamente, aquellas dificultades iniciales, podemos apreciar que, en realidad, no han cambiado demasiado ni la medicina consensuada ni los pacientes. Lo que sí ha cambiado es nuestro vínculo con ellos en la medida en que los años transcurridos nos han enriquecido en conocimientos, prestigio y confianza.

Pero no todo fueron dificultades en aquella primera época. Nuestra primera satisfacción surgía de percibir que cada día comprendíamos más acerca del significado inconsciente de la enfermedad y veíamos con mayor claridad la relación entre sus vicisitudes y los distintos avatares que formaban parte de la biografía.

Muy pronto se agregó a esa satisfacción intelectual la evidencia de que el clima emocional, inicialmente traumático, en el cual se desarrollaba un estudio que debía enfrentar -desde adentro de una vida- los más grandes padecimientos, se transformaba paulatinamente, a medida que progresaba el trabajo con el paciente, en la profunda y conmovedora esperanza de vislumbrar una salida y, al mismo tiempo, el costo, a veces muy grande, que en cada caso implicaba.

Fueron muchas las ocasiones en las cuales experimentamos esa congoja del “por qué no habrá venido antes”, similar a la del médico a quien consultan por una peritonitis ya establecida, o a la del abogado a quien solicitan consejo después de haber firmado un contrato desfavorable.

En una patobiografía puede verse, como suele suceder en el cine, casi el momento preciso en el cual se elige el camino que conduce a la enfermedad. En realidad, la experiencia emocional del equipo que la realiza se parece en algo a la que experimenta el espectador frente a un filme cinematográfico bien realizado, pero, a diferencia de éste, los integrantes del equipo saben que –a través de su interacción con el paciente- pueden influir sobre el decurso de los hechos.

Los conocimientos que íbamos adquiriendo acerca de las fantasías inconscientes implícitas en la crisis biográfica que se constituía como enfermedad en los pacientes que estudiábamos, aumentaban nuestra convicción de que el hablar con ellos de lo que habíamos comprendido influía de manera positiva en el curso de su enfermedad. A medida que crecía nuestra experiencia, nuestra convicción teórica Iba adquiriendo el sabor de lo vivido. Con el transcurso de los años también fuimos plasmando la seguridad que surge de lo que se ha visto suficientes veces.

Más tarde veríamos cómo este proceso se repetía en grupos de colegas que, en otras ciudades y países, recorrían cuidadosamente las huellas de una experiencia que conduce desde la idea de que “algo sucede” cuando se realiza un estudio patobiográfico, hacia la idea de que la enfermedad se modifica, y a veces se modifica hasta un punto en el cual uno, al principio, se resiste a creer.

Otro de los motivos de satisfacción que nos acompañó desde el comienzo mismo de la tarea emprendida fue la cantidad de colegas que compartieron con nosotros, de manera progresiva, un idéntico entusiasmo, especialmente aquellos que no buscaban, como es tan común en nuestros días, un camino fácil.

6.- ¿Podría reseñar algunos aprendizajes emergentes de la experiencia transitada?

Durante los años transcurridos aprendimos muchas cosas, la mayoría de las cuales son difíciles de transmitir. Todas influyeron en nuestro modo de pensar e interpretar una patobiografía y, más allá de ella, en el proceso psicoanalítico mismo.

Durante la confección de los estudios patobiográficos nos impusimos la necesidad de ser cada vez más cuidadosos en la elección de las palabras con las cuales comunicaríamos nuestras conclusiones al paciente. Si bien toda prudencia es poca cuando se habla de algo que estuvo largamente callado e íntimamente entretejido con las zonas más sensibles de la vida afectiva del paciente, también es necesario decir.

Lo que hemos aprendido acerca del núcleo esencial del insight y de la elaboración, y acerca de la magnitud tolerable y suficiente de afecto, nos condujo a una técnica psicoanalítica más limpia, menos dolorosa, más pulida, que daría lugar, años más tarde, al planteo de que es conveniente interpretar la transferencia de manera indirecta, utilizando, en la formulación verbal de la interpretación, los personajes del relato que nos comunica el paciente.

La realización de patobiografías nos hizo evidente una regla fundamental, que equivale allí, en cierto modo, a lo que en psicoanálisis denominamos “atención flotante”. Para ver es necesario no mirar del modo en que se mira habitualmente, renunciando así a lo que se ve de primera intención. Desenfocando la mirada de lo que resulta obvio, aparece de pronto -como si se tratara de un regalo- un panorama nuevo.

La “realidad clínica” del diagnóstico nos lleva muchas veces a olvidar que en el sentido de la enfermedad es importante la finalidad para la cual funciona. Así ocurrió, por ejemplo, con un caso de anorexia grave, en el cual el drama emergente del diagnóstico y sus implicancias tendía a distraer nuestra atención de una dinámica “grupal” dentro de la cual una niña que se sentía inmensamente sola había por fin logrado, con riesgo de su propia vida, y en un intento de comunicación inconsciente, introducir el caos, el fracaso y la imperfección, en una familia “exitosa” y “perfecta”.

La importancia práctica es, también, uno de los modos habituales del mirar que, a partir de la idea de que es necesario apresurar la solución, muchas veces no nos deja ver. Otras veces el recurso que “resuelve” lo que aqueja al paciente es la posibilidad de un inmediato alivio de síntomas molestos o casi insoportables, lo cual puede conducirnos a postergar la contemplación de una crisis que, años más tarde, se cobrará un precio excesivo.

La enfermedad no es el producto definitivamente terminado de una elección irreversible, es la expresión de un conflicto que todavía continúa vivo, y se presenta, desde ese punto de vista, como la segunda oportunidad para enfrentar el drama que ya una vez fue rechazado.

7.- ¿Desea adicionar alguna consideración?

El estudio patobiográfico constituye una de nuestras contribuciones principales al ejercicio del psicoanálisis. Su realización, ininterrumpida desde 1972, se ha extendido fuera de los ámbitos de nuestro Centro y de nuestro país, contribuyendo a enriquecer la técnica interpretativa que ejercemos durante los tratamientos prolongados.

Todas las enfermedades son la expresión de conflictos emocionales, la mayor parte de los cuales trascurre de manera inconsciente. Los conflictos que no son adecuadamente elaborados mediante mecanismos de simbolización, implican un monto de energía emocional pulsional que al no ser tramitada y descargada se expresará como un trastorno “somático” mediante síntomas y alteraciones físicas sostenidas desde aquellas motivaciones reprimidas.

De este modo, resulta inadecuada cualquier distinción tajante entre enfermedades psíquicas, físicas y psicosomáticas, como expresión de un dualismo ilusorio entre la psique y el soma, dado que ambos son aspectos de una misma entidad: el ser humano. Todas las enfermedades son así psicosomáticas, expresión de situaciones de índole emocional disociadas de la personalidad y que han quedado sin una tramitación saludable.

¿Qué tipo de enfermedad se contrae?, ¿En qué momento de la vida sucede? ¿Cuáles son los órganos involucrados? Las respuestas a estas preguntas y otras similares nos hablan de la historia personal de un sujeto. La gravedad o irreversibilidad de la enfermedad que se manifiesta como somática estará en íntima relación con la importancia del conflicto emocional reprimido y con el modo en que esa “historia”, oculta, se arraiga en los rasgos del carácter, configurando una manera de ser y proceder.

Desde esta perspectiva, todas las personas poseen una capacidad de curación que es propia de los organismos vivos y son esos conflictos emocionales que, irresueltos, se perpetúan, los que aminoran o anulan dicha capacidad.

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